El 13 de Octubre de 1972, un avión Fairchild 571 cayó en la cordillera andina con 45 personas a bordo, la mayoría de ellos integrantes de un equipo uruguayo de rugby. Setenta y dos días después, cuando todo el mundo los había dado ya por muertos, 16 sobrevivientes fueron rescatados de las montañas. Una historia que se convirtió en una milagrosa leyenda de supervivencia.
El Fairchild 571, un turborreactor de dos motores arrendado por la Fuerza Aérea Uruguaya, se estrelló en la cordillera con 45 personas a bordo, la mayoría de ellas integrantes del Old Christians Rugby, un equipo de rugby formado por exalumnos de entre 18 y 23 años de un colegio de Montevideo, que iba a Santiago de Chile para disputar un partido contra el Old Boys. Piloteada por el Coronel Julio César Ferradas, la nave había partido desde el aeropuerto mendocino de El Plumerillo y tenía previsto seguir el llamado Paso del Planchón para cruzar el macizo andino y llegar luego a tierras chilenas. Sin embargo, las pésimas condiciones climáticas de aquella tarde confundieron a Ferradas y estrellaron al avión contra las montañas, destrozando su cola y sus alas antes de precipitarlo en el Valle de las Lágrimas, una larga pendiente nevada situada a 3500 metros de altura de las inmediaciones del volcán Tinguiririca y el cerro El Sosneado, en pleno corazón cordillerano. Trece personas fallecieron inmediatamente en el accidente y otras cuatro murieron en la madrugada posterior al choque, entre ellos Ferradas y la casi totalidad de la tripulación. Después de ello, usando los restos golpeados del fuselaje como refugio, los veintiocho sobrevivientes lucharían por mantenerse vivos en una geografía hostil de hielos traicioneros y temperaturas extremas, sin víveres suficientes, abandonados al desamparo y aferrados a esperanzas débiles.
Después de haberse precipitado a tierra, el avión se deslizó varios cientos de metros por la nieve hasta detenerse por completo. La desaceleración fue brutal y, en la inercia, los asientos delanteros quedaron comprimidos contra la parte frontal, lo que causó la muerte inmediata de varios pasajeros o los hirió tan gravemente como para causar su deceso apenas unas horas más tarde. Seis personas fallecieron en el impacto dentro de la nave, mientras que otras siete lo hicieron al ser despedidas por la parte trasera del avión luego de que este perdiera su cola en uno de los golpes contra las montañas. En la mañana siguiente al accidente, ya habían muerto cuatro personas más y otras tres tenían su vida pendiendo de un hilo, entre ellas Fernando Parrado, quién había estrellado su cabeza contra el montante de los equipajes y tenía una fractura de cráneo agravada por un edema cerebral.
En los primeros días que sobrevivieron al choque, Marcelo Pérez fue el encargado de organizar a quienes habían resultado ilesos para ayudar a los heridos y despejar el fuselaje, de forma de pasar allí las noches necesarias hasta que los rescataran. Pérez que era en capitán del equipo de rugby, confiaba en que los rescatistas ubicarán prontamente al avión, algo que no se dio porque los datos que poseían en la torre de control de Santiago eran erróneos.
Llevadas a cabo por aviones chilenos que sobrevolaron varias veces la zona con el objetivo de avistar los restos del accidente, aquellas infructuosas misiones de rescate se extendieron por ochos días, hasta que el sábado 21 de octubre decidieron suspenderlas en vista de la falta de resultados positivos. Dos días más tarde, Gustavo Nicolich escuchó la noticia de la suspensión en una radio portátil que tenían en la montaña. El domingo 22 de octubre, cuando en Chile ya habían anunciado el fin de las operaciones de búsqueda y rescate, los sobrevivientes tomaron una de las decisiones más trascendentes de la epopeya. Reunidos en el interior del fuselaje, varios coincidieron en que debían utilizar los cuerpos de los muertos como alimento, ya que los víveres estaban comenzando a escasear y la montaña no era más que un páramo sin nada comestible para aprovechar. Roberto Canessa en el libro "La sociedad de la nieve", señala que la decisión los obligó a comenzar por comer los músculos de los muertos para luego, a medida que los cuerpos iban siendo destrozados por la necesidad de vivir; seguir con las vísceras y, finalmente, con el cerebro, al que llegaban después de tener que quebrar el cráneo a hachazos.
También, empezaron a hacerse expediciones que en un principio tuvieron por objetivo localizar la cola del avión -en la que suponían estaba la batería que les permitiría hacer funcionar la radio de la aeronave que habían encontrado en la cabina del piloto- y, más tarde, buscar una salida por las montañas hacia el oeste, en dirección a Chile, esto debido a que los sobrevivientes creían erradamente que se encontraban más cerca de territorios chileno cuando, en realidad, las distancias para descender de la cordillera eran menores hacia el lado de Argentina. En su camino hallaron los cuerpos de algunos de los que habían fallecido al caer del avión y regresaron dos días más tarde sin haber encontrado la cola del avión. Desde entonces, tuvieron lugar otras varias expediciones.
En las últimas horas del domingo 29 de octubre, cuando ya habían pasado más de dos semanas desde el accidente, una nueva tragedia sacudió al grupo de sobrevivientes. Esa noche, mientras todos dormían en el interior del fuselaje, un alud se precipitó desde lo alto de las montañas y sepultó casi por completo los restos del avión. Sólo uno no quedó cubierto por la nieve, Roy Harley, quién desesperadamente comenzó a cavar con sus manos para rescatar de la asfixia a los que habían quedado atrapados.
Los día que siguieron al alud envolvieron a los sobrevivientes en un mundo oscuro. El fuerte temporal que azotaba afuera no los dejaba salir del fuselaje y hubo entonces que comer la carne de los muertos recientes, aquellos que hasta hacía unas horas habían compartido con ellos la esperanza de salir de allí y que en esa noche del 29 de octubre fueron enterrados sin remedios por la nieve. Sólo el miércoles 1 de noviembre, cuando al fin mejoró el tiempo, se pudo quitar la nieve del interior del Fairchild y sacar los cadáveres al exterior; para apilarlos junto al resto de los muertos.
A principios de noviembre, cuando ya el verano empezaba a aproximarse y se desvanecían inexorablemente las fuerzas de los que aún quedaban vivos, el grupo decidió definitiva hacia el oeste, hacia los verdes valles de Chile que estaban al otro lado de las cumbres, para buscar ayuda. Fernando Parrado, Roberto Canessa y Antonio Vizintín, fueron los elegidos para emprender la aventura que parecía imposible.
En un principio, se había elegido también a Numa Turcati para ser parte de ese grupo expedicionario, pero una herida en su pierna agravó su estado de salud de tal forma que terminó por hacer inviable su participación. Durante algo más de un mes, se fue preparando el viaje, se tejió una gran colcha para que los expedicionarios se protegieran del frío de las noches, se prepararon las raciones de carne que los tres llevarían en la travesía y se les cedieron los lugares más cómodos y abrigados para dormir en las noches dentro del fulaje.
En la mañana del martes 12 de diciembre, apenas un día después de que Numa Turcatti muriera finalmente por las infecciones de la herida en su pierna, la expedición se puso en marcha rumbo a poniente. Durante los dos primeros días, en forma lenta y penosa, el trío subió la empinada ladera de una altísima montaña detrás de la que soñaban con ver el verde de los valles chilenos y signos de civilización. Sin embargo, sólo alcanzaron a ver más picos nevados, más cimas blancas y laderas rocosas. Sabiendo que el camino que les quedaba sería aún muy largo, Parrado y Canessa decidieron entonces que Vizintín regresara al fuselaje para poder ellos contar con sus raciones de alimentos. El domingo 17 de diciembre, cuando hacía ya cinco días que estaban caminando, los dos expedicionarios llegaron hasta un valle en el que vieron un pequeño arroyo orillado por musgos y juncos. Era el primer signo de vegetación que veían desde el infausto día del accidente y aquello los alentó a tratar de apurar el paso. Dos días después, Canessa avistó a los lejos un grupo de vacas y encontró una lata vacía de sopa y una herradura de caballo. En aquel momento, ambos sintieron que la salvación estaba ya muy cerca y el miércoles 20 de diciembre divisaron, al otro lado del río que habían venido ladeando, a un arriero que los observaba extrañado.
Preso de la emoción, Parrado le gritó una y otra vez, pero el ruido del agua que corría y la distancia entre ambas orillas silenciaban las voces. Por eso, tomó una piedra y la arrojó a la otra ribera, envuelta con un papel en el que escribió: "Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace 10 días que estamos caminando. Tengo un amigo herido arriba. En el avión quedan 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. Estamos débiles. ¿Cuándo nos van a buscar arriba? Por favor, no podemos ni caminar." El arriero, cuyo nombre era Sergio Catalán. les arrojó un poco de pan, les hizo señas de que entendía el mensaje y salió en búsqueda de ayuda hasta el retén de Puente Negro, a cargo de carabineros chilenos. Esa misma noche, Parrado y Canessa duermieron en una humilde cabaña de El Maitén, una región de la precordillera chilena, después de haber caminado más de 55 Km desde el Valle de las Lágrinas. Y dos días más tarde, en varios helicópteros de la Fuerza Aérea Chilena, los 14 sobrevivientes que aún quedaban en el desecho fuselaje del Fairchild serían rescatados al fin de esas montañas en las que habían caído aquel 13 de octubre de 1972.
Extraído de Revista Muy Interesante - Año 27 - Número 324 - Octubre 2012